Abbi Fernández. Fundación Tres Culturas. 8 de julio de 2020.
Está muy manido referirse a algunos escenarios con las palabras de marco incomparable, pero pocas veces se hace con un fundamento tan real como cuando se describen los conciertos organizados en la Fundación Tres Culturas; no solo los que se celebran en su interior, sino también estos, que formando parte del ciclo Las Mil y Una Músicas, tienen lugar en la parte de fuera, con el telón de fondo del grandioso pabellón de Marruecos, construido para la Expo.
Anoche el concierto de Abbi Fernández, con su voz apoyada por los teclados de José Manuel Vaquero, el Pájaro (el de Artefactvm, no el de Alcosa) y las magníficas percusiones de Roque Torralva, no desmereció en grandiosidad a tal marco incomparable, y los registros de su voz fueron de una cantidad y una belleza tan ilimitada como las machrabiyas que pueden verse en el pabellón. Una voz puesta al servicio de la música del folclore sudamericano en un espectáculo titulado Tonada azul, que nos hace viajar desde México a Argentina, pasando por Brasil, Venezuela y Paraguay, acercándonos también al final a las islas de Puerto Rico y Cuba, mientras nos recuerda canciones que forman parte de nuestra memoria cultural porque se las hemos escuchado muchas veces a Silvio Rodriguez, Mercedes Sosa, Omara Portuondo o Miguel Aceves Mejías o nos descubre valses paraguayos, tonadas de ordeñadores de vacas venezolanos o extraños tangos argentinos compuestos por mujeres, algo raro para la época, pero que autoras como Eladia Blázquez elevaron a la categoría de poesía en un género enfangado en el machismo y en plena crisis cuando ella lo revitalizó.
Abbi comenzó fuerte, por el palo del bolero, con Tú me acostumbraste, para sumirse en aguas más profundas como las de la zamba argentina, con un Perfume de carnaval que nos sumergió en un mundo de colores y de sonidos, realzado todavía más cuando después volvió a este género con Alfonsina y el mar, transformando la belleza y alegría en tristeza, dolor, desconsuelo, con la historia detrás de esta última canción, que el Pájaro, hábil conductor del concierto, nos contó con una magnífica retranca. Entre una zamba y otra ondeamos nuestros cuerpos suavemente, sentados en nuestros veladores, al ritmo de la sensibilidad que Abbi volcó en un bossa nova como Dunas y en el vals de los Recuerdos de Ypacaraí. El canto es milagroso y cuando lo entona Abbi nos sentimos libres de cualquier mal que nos aceche.
El Pájaro nos contó también que la llanera venezolana Pasillaneando podría ser un referente de ese país similar al Y viva España de aquí, aunque la interpretación de Abbi lo eleva muchísimo de la altura del pastiche que es ese himno casposo nuestro. Después de las emociones que se nos quedaron prendidas en la garganta de Abbi en la canción de Alfonsina, nos animamos con la historia y la canción de La negra Atilia, viniéndonos arriba en un crescendo pleno de guasa que Abbi interpretó a capella, aunque a veces contase con la percusión que ponía el ligero viento ambiental colándose por los micros.
De vuelta a la zamba argentina, con la canción inspirada por la casona de los Balderrama, para luego el caudal, la ligereza y la frescura de voz de Abbi recogerse en una musicalidad impecable al enfrentarse al Cucurrucucú paloma y adentrarse aún más en la tristeza moviéndose desde este guapango hasta una de las rancheras más conmovedoras de la historia, la de El crucifijo de piedra, con un timbre hermosísimo y resonancias puras, insultante en el agudo.
Los momentos finales estuvieron llenos de sensaciones agridulces, y no solo por el canto de Abbi, que a estas alturas del concierto ya era un goce supremo, sino también con las historias del Pájaro sobre los antes mencionados ordeñadores de vacas, celebrados en la Tonada de luna, con un ritmo de 2×4, justo el que hay que mantener cuando se está tocando cualquier ubre, en la que cambió el teclado por un cuatro venezolano, el instrumento de cuerda más típico y emblemático de aquel país y en la triste historia del jibarito portorriqueño y sus frustradas esperanzas porque nadie le compraba su mercancía, que Abbi convirtió en bella congoja con su interpretación del Lamento borincano. Este hubiese sido el final si la gente no les hubiese pedido una vuelta para despedirse a lo grande con La maza, haciendo realidad el dicho del cartero de Pablo Neruda sobre que la poesía no es de quien la escribe, en este caso Silvio Rodriguez, sino de quien la necesita, que era el caso de todos los que necesitábamos que Abbi, José Manuel y Roque no se marchasen.
Pero todos los finales llegan y también terminó esta sucesión de muestras de la raíz del pueblo iberoamericano echada al viento en la voz de Abbi Fernández. Y el público abandonó el recinto con la sonrisa y la emoción de haber pasado un tiempo, que no sabemos de cuanto fue porque nadie se preocupó de medirlo, para el recuerdo.
