Pájaro. Sala Malandar. 27 de junio de 2020.
Anoche tuvo lugar el segundo de los conciertos con público de la Sala Malandar y volvió a llenarse de espectadores deseosos de música en directo y de rozarse con amigos, aunque sea en un tibio abrazo con la protección de la mascarilla. No sé vosotros, pero yo me he convertido ya en un profesional del reconocimiento de facciones detrás de ella y conozco todos los rasgos que pueden dejar traslucir los ojos, desde la risa franca hasta la mala cara. Anoche sí encontré en la sala más caras nuevas que la noche anterior, pero de nuevo el público estaba compuesto casi en su mayoría por seguidores de largo recorrido de Andrés Herrera, el Pájaro, no en vano desde que comenzase como guitarrista novatillo allá por 1982 en la Brigada Ligera, hasta hoy, hemos tenido ocasión de verlo en los escenarios sevillanos durante 38 años, de los cuáles 25 de ellos los ha hecho tocando al lado de Raúl Fernández. Por eso el concierto de anoche tenía otro componente especial más allá de el de ser el primero tras el confinamiento y servir para desentumecer los dedos después de 125 días sin tocar, algo a lo que Andrés se refirió varias veces, sino también por marcar el inicio de las bodas de plata de esta pareja de guitarristas, Andrés y Raúl, que anoche, aunque anunciados como Pájaro, se presentaron ante nosotros los dos solos, en el formato reducido de Las Criaturas, que fue precisamente la canción con la que comenzaron el concierto.
Desde ese momento hasta que terminaron con el Rockin’ tonight silviano, Andrés y Raúl dieron un enorme repaso a todas esas piezas interpretadas en todas las formaciones por las que han pasado, que forman parte ya de la memoria colectiva sevillana; extraídas desde el último disco de Pájaro hasta el primero de Silvio, de cuyo repertorio entresacaron algunas de las compuestas por Pive Amador, presente anoche en la sala y que incluso subió con ellos al escenario para ponerle voz a las últimas estrofas de Sureños. Andrés y Raúl estuvieron tan entonados como siempre y como nunca, ellos nunca fallan a la guitarra y fueron el catalizador perfecto para esa reacción entre un público que ya les conoce y busca la sinceridad de su música. Y anoche volvió a resultar. Anoche volvieron a tener el esperado éxito; un éxito que no es de ahora, porque Andrés, el Pájaro, lo lleva disfrutando durante gran parte de esa trayectoria que os mencionaba hace un momento, y porque se ha convertido, sin dejar atrás sus raíces, en un músico de nuestro tiempo: cambiante, contradictorio, anhelante de un aire puro cada vez más escaso. Un músico con las mismas ilusiones, las mismas inquietudes, sociales, políticas, musicales, de quien se sienta frente a él para escucharle. El contacto se produce entonces, y uno puede afirmar sin rubor que el duende está allí presente también. Y el público lo percibe y agradece la verdad de la música que se le ofrece, sin etiquetas, y por supuesto, sin prejuicios. ¿Qué prejuicios puede haber entre alguien que escucha las variaciones sobre La danza ritual del fuego de Falla, encadenada, tras un chupito de tequila, a un Misirlou que ni el propio Dick Dale reconocería con los toques flamencos que Andrés y Raúl, alternándose en los solos, le van metiendo sin caer en los excesos del virtuosismo y en el culto a la técnica y dejándose llevar, sin embargo, por una intuitiva improvisación que hace que lo que están tocando en cada momento no pueda medirse nota a nota, pero que termina por convertirse en un monumento de perfección.
Están muy bien los conciertos de Pájaro cuando está la banda completa, con bajo, batería, trompeta y hasta tres guitarras, y no hubiese estado mal tenerlos a todos anoche en el escenario, pero a Andrés no le hace falta estar rodeado de todas esas esencias para tocar; y lo tiene tan claro y lo expone tan bien que hay que ser ciego para no leer cada una de esas atmósferas que se desprenden de su guitarra acústica; las atmósferas tristes de El pudridero o Sagrario y Sacramento, las filigranas con las cuerdas de Lágrimas de plata, el encaje de bolillos del final de Tres pasos hacia el cielo; el cachondeo idiomático, a ritmo de rock lanzado, de No lo fagas mais o de balada clásica, de Viene con mei y Guarda che luna; una luna celosa del brillo de la corona de La Pura Concepción y de las vírgenes de Rezaré, magistralmente resuelta a base de toques de blues. El set terminó con A galopar, una canción terminada casi por rumbas y aliñada con silbidos a lo Ennio Morricone, en una atmósfera que tuvo continuación en el inicio de los bises con el sabor a western de Luces rojas.
Arranques, subidas y bajadas; cada interpretación de Andrés y Raúl fue un discurso, un diálogo con la guitarra, donde cada matiz tiene la misma importancia. No vinieron anoche a impresionar ni a arrancar aplausos fáciles, sino a darse marcha ellos mismos y a dárnosla a nosotros, pero, eso sí, una marcha sentimental que no admite aplausos en medio de un tema que puedan romper el argumento; la gente aplaudió los golpes de efecto pero dejó de hacerlo en los mejores momentos, cuando las guitarras se ponían tristes, incluso, y se ahogaban en melodías de las que salen del alma, en punteos tela de serios, en fraseos de unos maestros del buen gusto. Andrés y Raúl nos llevaron anoche tan lejos como quisieron.
