Antonio Herrnando. Cosmo’s Factory Club. 3 de junio de 2023
Era la de ayer sábado una tarde-noche muy especial. El Cosmo’s Factory Club cerraba la temporada, con Pedro prometiendo que cuando comience la siguiente a finales de septiembre tendremos un recinto muy remozado, con mejor escenario y sonido, y Antonio Hernando cerrando también la larguísima gira iniciada el año pasado, tras la edición de su magnífico disco La liturgia eléctrica, de la que pudimos disfrutar de una de sus primeras paradas en marzo de ese 2022 en la Sala X. De aquel día a este la banda había variado bastante, manteniéndose junto a Antonio solamente el bajista, Dani Patillas, sentándose en esta ocasión a la batería Nacho Labrador y contando con Suso Díaz y Jaime Hortelano, que en aquella ocasión le acompañaron solamente en algunas canciones, a la guitarra solista y el teclado, respectivamente. Entre los cinco construyeron un paisaje musical terrenal y sobrenatural, en el que nos perdimos física y emocionalmente. Todos los aspectos positivos que puede tener un concierto los degustamos allí ampliamente.
Lo que sí se desarrolló de forma similar a aquel concierto de la Sala X fue casi toda la primera parte de este, que dividió en dos pases, porque hasta que cerró este primero con una versión de All Along the Watchtower en la que las guitarras de Antonio y Suso se desafiaron a ver cuál elevaba más la dosis de emotividad, y una relectura sin sección rítmica de Vivir adrede, una de sus primeras canciones, el setlist fue el mismo de entonces. Comenzando con La noche oscura, igual que lo hace el disco, para seguir con Punto de partida, esa declaración de intenciones que solo conocen los muy fans… no me gusta el mundo real y la farándula es la fruta prohibida… iniciada con unos acordes de teclado de Jaime que personificaban la historia del funk y el misticismo del pasado y el presente de Nueva Orleans traslados a Las Cabezas de San Juan, donde revalidaron su identidad cuando Suso se arrancó después con un enorme solo de su guitarra. Sí, era similar a lo que le escuchamos el año pasado, pero no era lo mismo, ni muchísimo menos; lo de allí pude describirlo en una crónica que me fue saliendo del tirón, lo de aquí me temo que va a ser indescriptible en muchísimos de sus momentos.
Santos y sicarios fue un viaje a través del swing, con unos versos de Antonio que dan la clave a la eterna discusión sobre si el rock ha muerto… no puede morir lo que nunca ha estado muerto… no puede morir la luz que nos deja ciegos… Antonio conoce las conexiones entre los primeros discos de Dr. John, el soul y los ritmos afrocubanos, con sus melodías modales, sus ritmos sincopados y sus aires de baile y los desarrolló en Mighty Beat por el palo del boogaloo… todos bailan al ritmo de este mighy beat… antes del divertido desastre final en el que nos invitó a gritar Tequila durante la excursión que hizo por esa pieza para desembocar, tras pasar un corto puente por Baby please don’t go, en un Gloria final en el que todos decidimos aullar el título desafinando cada uno más que el que tenía al lado. Definió Antonio la siguiente como la canción bonita de la noche, Como los demás, con la que recordó aquella noche de la Sala X, muy poco tiempo antes de que naciese su hijo Simón, a quien debe sus ojeras, delgadez y sonrisa actuales; una canción con el espíritu de Woodstock… somos principiantes de una nueva era… con la cantidad justa de tensión para que la emoción no nos desbordase y aquello dejase de ser una fiesta. Jaime otra vez le sacaba notas mágicas a sus teclas y Suso se dejó llevar en su solo a territorios ignotos donde perdernos en la escucha hipnótica. Los dos, Antonio y Suso, Suso y Antonio, ejecutaban los giros y vueltas de frases y acordes basados en el blues, que es el corazón de sus estilos, con una facilidad casi improvisada.
Al Dr. John precisamente iba dedicada la canción que siguió, Bye, Doctor, llena de referencias a ese genio de las teclas, a Bourbon Street, Such a Night, El Último Vals, Tipitina, el Loop Garoo, a toda la liturgia eléctrica de Nueva Orleans… descuida Mac, tus canciones siempre van a sonar… para irnos al Mardi Gras haciendo mucho ruido, metiéndole ritmo de carnaval al Not Fade Away de Buddy Holly a modo de chimpún. El repaso a su santuario personal continuó con Elvis ha abandonado el edificio, en la que fundió el overdrive de Link Wray con el cha cha chá de Gabinete Caligari. En el disco, a esta le sigue Entre el polvo y mi ataúd; aquí también lo hizo, para ponernos psicodélicos y lisérgicos durante un rato. El final instrumental que arman es de esas cosas que antes dije que iban a ser imposibles de describir, así que no lo voy a intentar. Y el final del primer pase ya os lo he contado, con las lágrimas de emoción mezcladas con las gotas de sudor, desbordando la atalaya y el recuerdo a Benedetti dedicado a su antiguo compinche de Los Tres en Raya, el cantautor Álvaro Laguna, que también se encontraba en la sala. El descanso entre sesiones nos vino muy bien para resetear la escalada de sentimientos y comenzar desde cero unos nuevos 55 minutos de agitación del alma.
El segundo pase lo iniciamos de nuevo desafinando a tope acompañando a la banda en una divertida versión de Minnie the Moocher, rebautizada como Mimi Gorrona… la reina de los bares de moda… empeño en el que continuamos después destrozándole el estribillo de Meri Moon, la canción que Antonio escribió para su musa y compañera en la vida, que se adentró por terrenos rítmicos diferentes, mas rockeros y macarras. Pero nada que la banda no pudiese dominar fácilmente. Antonio sacó su vena masoquista y se empeñó en que le pusiésemos también perdido, perdido, el estribillo de Perdido, una fastuosa canción en la que Lou Reed se fundía con Bob Dylan, a la que Suso le puso una genial rúbrica con su Fender. En Los mayores perdedores del mundo volvió al templo de sus sagrados ídolos para, ante la imagen de Tom Waits, tranquilizar el ambiente con una oración por los pasados Glory Days a los que Springsteen les cantaba… no se irán los sueños que algún día se tuvieron, no se van los sueños que al final no se cumplieron, no se va el recuerdo de la gloria que se fue… y de nuevo la insistencia de Antonio en que, al grito de no se irán -que no se diga que si los del público no cantamos no fue porque él no lo intentó-, siguiésemos coreando el catálogo de perdedores que iba desgranando… el modelo de ropa interior al que traicionó el sobrepeso, bailarinas de striptease, dueños de grandes emporios, seductoras actrices de cine mal maquilladas que acumulan divorcios… solo De Niro pudo ser Taxi Driver… en un alarde genial de variedades de asertividad. Su voz, siempre un instrumento expresivo, adquirió aquí todavía mayor profundidad y resonancia.
Con el tributo a Muddy Waters, Antonio hizo también alarde de las formas en que ha absorbido y personalizado amplias franjas de la tradición estadounidense, especialmente las de Nueva Orleans y el resto de Louisiana, haciendo que de nuevo -está claro que lo de escarmentar no es lo suyo- fuésemos partícipes de la versión de I got my mojo working, con la que la banda lo convirtió todo en un carrusel, un cotillón, un pavoneo burlesco. La enlazó con El aguacero, la canción con la que más retorcido mostró su colmillo… grupos indies comprando followers, influencers que ya son hasgtags, hípsters con rollo vintage haciendo crowfundings para gin tonics, festis llenos de premiuns del Spotify… un canto a la involución; ¿para qué salvar a la cultura?, llena de personajes como los que describió en A la manera de Arturo Bandini, con la que enlazó después de presentar en la estela musical entre medias de las dos a los músicos de la banda, que se lucieron en cortos y atractivos solos a medida que los nombraba. En esta canción se adentró en la literatura simbolista, maldita, como si en el escenario estuviese Elliott Murphy en su lugar, para reivindicar a Bandini, el alter ego de John Fanter, que se pasó la vida muerto de hambre con sus escritos, hasta que lo reivindicó Bukowski cuando ya era tarde para él; una suerte de Like a Rolling Stone con olor a decepción de antihéroe prematuro, loado ahora con lololós futboleros en un sarcástico guiño final, que volvió a demostrar las carencias del público como coristas. Demasiado alcohol trasegado ya.
Había que enfilar la recta final. Lo hicieron con El triunfo del predicador, propiciando un derrape en el que primero pisó el acelerador la guitarra de Suso, después el teclado de Jaime, clavó el pedal hasta el fondo la guitarra de Antonio y el freno lo echó él mismo con la armónica. ¿Queréis otraaaa?, preguntó sobre todavía los aplausos de todos, que no podíamos contestar más que siiiií a voz en grito. Este de hoy es nuestro último vals y por eso tiene que acabar con una canción de The Band, que fue, como no, The Weight, abrasadora, al límite de las fuerzas de todos, tanto los de abajo del escenario como los de arriba, que se permitieron entonar una estrofa cada uno de ellos, entre las que intercalábamos -más me vale no aparecer en los videos que se grabaron- take a load off Fanny, take a load for free, sin importarnos ya el qué dirán de los puristas del canto. La última y definitiva fue la que iba sobre El camino que les trajo hasta aquí, en la que Antonio era un licántropo que ya se va. Así terminaron dos horas de rock and roll conmovedor y empapado de temple americano tocado y cantado a lo grande. Constantemente increíble, siempre cambiante, la música de Antonio Hernando y sus acompañantes de esta noche fue dramática en el mejor sentido de la palabra. Como todo gran teatro, entretuvo, sorprendió e iluminó.