Autoramas. Sala X. 21 de mayo de 2019
Muy poca gente nos reunimos anoche en la Sala X para lo que merecía el concierto de Autoramas, el más divertido de los últimos meses que hemos tenido por aquí. Un público, además, muy diverso el congregado ante este rock’n’roll clásico que se prestó muchísimo a que todos cantásemos juntos, porque aunque nadie se sabía las letras, pero los estribillos de todas sus canciones estaban llenos de aaaaaaahs, lalalalalalalalas, heyheyhehyheys, y gritos diversos, cuando no era el propio título de la canción el que había que repetir sin cesar como en Ding dong o 1234; lo que hizo que todos bailáramos y saltáramos acompañando la energía del cantante y guitarrista Gabriel Thomaz, que no paraba de incitarnos a gritar y dar palmas desde el borde del escenario.
Autoramas son brasileños y en muchos momentos me recordaron a otro grupo brasileño, el más mítico de todos, que también pasó por este escenario: Os Mutantes. Autoramas son como Os Mutantes pero en chicleteros, y con chicles, además, rellenos de speed. El concepto de las dos bandas es similar: bajo distorsionado, canciones muy bailables, efectos locos de guitarra… solo que Autoramas tienen las sonoridades más diversificadas porque usan más condimentos, aunque siempre manteniendo el estilo que los grupos de rock brasileños han ido perfeccionando a través de todos estos años. Anoche, además de una sección rítmica a cargo de la batería de Fabio y del bajo de Jairo, potentísimos los dos, tuvimos ocasión de disfrutar de los gadgets de Erika, una simpatiquísima segunda cantante, mezcla entre pin-up, karateka y robot, que se hacía notar sobre todo cuando lanzaba brillantes notas y efectos desde su sintetizador, desde la mini guitarra que usaba a veces y más aún desde un extrañísimo theremin que en vez de manejar moviendo las manos como todos, hacía sonar pasando sobre él la luz de la linterna de su teléfono móvil. Y a favor de ellos jugó la inmensa calidad del sonido que tuvimos; cuando una mala sonorización hubiese hecho que el mazacote de instrumentos, sin apenas solos, y gritos que eran el cuerpo de las canciones, nos hubiese llegado como una nube ruidosa e insoportable, anoche todos los instrumentos se distinguían perfectamente unos de otros y era discernible cada cosa que algún miembro de la banda realizaba, aunque fuese tan mínima como cuando Erika cogía unas pequeñas maracas y nos llegaba el sonido que hacía al agitarlas mientras cantaba.
El repertorio del concierto fue un repaso de todos los discos de Autoramas e incluso más allá, porque la mencionada 1234 es una canción de Little Quail and The Mad Birds, la banda que Gabriel tenía en los primeros años 90, antes de formar esta de ahora. En cuanto comenzaron con Quando a policía chegar, encadenado a Stressed out, vimos que Autoramas no iba a ser una vulgar banda de pop acelerado, y a medida que pasaban las canciones nos reafirmábamos en ello viendo cómo iban echando mano más o menos encubierta de mil referencias, perfectamente integradas; a veces manifiestas, como a los B-52’s en Sofas, armchairs and chairs; a los Sonics en Creepy echo, o a Blondie, de forma más directa todavía porque hicieron una versión apunkarrada y libidinosa (aunque Erika en esto no llegue a la altura de Debbie Harry) del I know but I don’t know. Sea como fuese, las canciones siempre iban conducidas con exactitud por una guitarra sin alardes solistas, un bajo hiperactivo y una batería reconcentrada, que creaban un erizado muro de sonido enfebrecido, sin dejar ni un momento de respiro más que en los parones para soltarnos dos largas parrafadas que estuvieron de más.
Uno de los grandes momentos del concierto fue la interpretación de Homen cliché, la canción en la que, junto al reverb de la guitarra solista, Erika más se luce con el theremin y que ella misma nos dijo que se la dedicaban a Bolsonaro, al que tachó como el peor presidente del mundo, que ellos desgraciadamente están padeciendo. No fue esta la única muestra de conciencia social del grupo, también las vimos en las referencias veganas que había en el amplificador del bajista o en la camiseta de Erika, en la que podía leerse: Que comience el matriarcado. Al final del concierto la frescura y vitalidad de la banda ya fue imparable con un Jet to the jungle que Gabriel dijo que compuso para una banda japonesa de la que no entendí el nombre, y sobre todo con Jogos Olimpicos y el instrumental Catchy chorus, que fueron dos piezas de surf music, pero no para surfear por esas olas que vemos en las playas o en las películas de San Francisco y Hawai, sino para cabalgar sobre tsunamis, y que propiciaron los momentos más salvajes y desenfrenados cuando Erika, Gabriel y Jairo se lanzaron desde el escenario hacia nosotros para hacernos bailar con ellos, moverse por toda la sala abrazando a espectadores para tocar la guitarra y el bajo a cuatro manos con ellos y vivir un espectacular bullicio, que se convirtió incluso en risas al ver a los dos tipos estos, de nuevo ya en el escenario, que sin dejar de tocar sus instrumentos tocaban a la vez el sinte de Erika con la nariz… nadie quería irse tras la despedida y toda la sala les pedía que volviesen al escenario al grito de veinticinco maaas, veinticinco maaas… salieron y no tocaron tantas, pero sí tres pelotazos más, Você sabe, Meu broto aprendeu karate y Nada a ver, cruda energía garagera. Final soberbio para un concierto brillante, tanto de sonido como de estética. El titular de esta crónica lo gritó Gabriel Thomaz varias veces desde el escenario, y lo reafirma la calidad de los conciertos de las bandas que nos llegan desde ese país.

