Cecile McLorin Salvant. Teatro Lope de Vega. 25 de octubre de 2022
El concierto de anoche en el Teatro Lope de Vega estuvo plagado de imprevistos y aun así la gente salió muy satisfecha. Es cierto que Cecile McLorin Salvant tiene una voz prodigiosa y ella incluso supo sobreponerse a un padecimiento de laringitis que le había hecho tener que suspender algún concierto anterior y tenerla dos días sin hablar, según nos dijo, para poder acudir a la cita con nosotros, aunque solo estuviese a un 50% de su poder y capacidad de canto. Y no forzó nada para poder estar en plenitud de facultades dentro de un par de días cuando se suba al escenario en Madrid. Aunque eso no nos lo dijo ella, sino que su contrabajista, Paul Sikivie, se lo confesó a unos amigos comunes en la cervecita posterior al concierto. Los imprevistos siguieron cuando la formación de músicos que salió antes que ella no era la que venía anunciada en el programa facilitado por el teatro, ya que precisamente Paul estaba en el escenario y no Alexa Tarantino, con lo que nos íbamos a ver privados de los maravillosos fraseos de saxo y flauta que hace en el disco Ghost song, que es el que anunciaba el programa que iba a interpretar. Los otros tres músicos sí eran los mismos que decía el papel: Glenn Zaleski al piano, Marvin Sewell a las guitarras y Keita Ogawa (aunque con el nombre mal escrito) a la batería y percusiones. Y el imprevisto definitivo fue que el disco actual, el que tenía que ser protagonista de la noche, prácticamente brilló por su ausencia, porque de él solamente interpretó una de sus canciones. Que el concierto durase apenas 75 minutos no puede considerarse un imprevisto, aunque sí una desilusión, porque eso sí se anunciaba en el programa. Probablemente de todo tuvo la culpa el problema de voz de Cecile, que le hizo también refugiarse mucho en sus músicos, que hacían larguísimos desarrollos instrumentales en las piezas mientras ella se retiraba discretamente a la esquina izquierda del escenario, lo que hizo que a mí, más que el poco tiempo de duración, lo que me desencantase más fue que el concierto siguiese tanto los cánones del jazz tradicional en lugar de desmarcarse de ellos, como Cecile hace en el disco birlado y apenas tuvimos conexiones con el vaudevil y el teatro, perceptibles en el Pirate Jenny, de Kurt Weill, y del folk en el Dame Iseult, que cantó en el idioma de los occitanos. Pero, bueno, cuando al final del espectáculo todo el público sale con una amplia sonrisa y comentando maravillas de lo que han presenciado, todo se da por bien empleado.
Cecile comenzó cantando en francés un tema de Charles Trenet, que se llama La route enchantée, como la película en la que apareció allá por 1938. Ella la convirtió en una pieza de jazz con su interpretación tan propia y emocional. Su voz suave y nítida destacaba entre los instrumentos, algo que para mí fue otro imprevisto de esos que antes mencionaba, porque en los últimos conciertos a los que he asistido en este teatro me era prácticamente imposible entender qué cantaba el vocalista -por ejemplo, hace unos días Miguel Rivera, en el concierto de Maga, lo mismo hubiese dado que cantase en inglés o finlandés en lugar de en español- aunque los instrumentos sí solían sonar bien, y esta noche ocurría lo contrario, la voz sonaba perfectamente y veíamos al guitarra hacer gestos de incomodidad con su sonido y no escuchábamos nada del piano a pesar de que veíamos a Glenn tocándolo. Duraron poco estos problemas; más allá de un par de acoples y chasquidos al conectar la guitarra acústica, ya incluso en esta misma pieza comenzó todo a sonar bien, de forma que hasta escuchábamos con mucha claridad cualquier percusión de Keita, por muy suave que fuese.
Escuchar jazz en vivo es muy diferente a escuchar una grabación; todo es más espontáneo, crudo y honesto, y aunque, repito, yo esperaba otra cosa y me cuestioné algunos de los momentos del concierto, la emoción detrás de cada nota era tan intencional y precisa, tan perfectamente entretejida con la voz única de Cecile, que iluminaba también cada nota que cantaba, que se estableció una musicalidad completa. Y no solo cuando la protagonista era ella, sino también cuando le daba cancha a la banda para que estableciese largas instrumentaciones; primero con el protagonismo de la guitarra, tras sus primeras estrofas cantadas, después con el del piano -ahora sí perfectamente audible-, cuando ella cantó algunas más. El segundo tema también lo cantó en francés, aunque este era suyo. El nombre de la canción era Doudou que, por lo visto, es también el nombre de su dentista, en cuya sala de espera la compuso, por eso me pareció entender en la letra algunos abre la boca y cierra la boca. Esta fue una interpretación algo menos canónica que la anterior porque dejaba ver un elegante swing, que a veces se escoraba hacia las Antillas, sobre todo cuando los músicos aceleraban el ritmo hasta convertirlo casi en un zouk carnavalero. Cecile logró el equilibrio perfecto entre los estados de ánimo del dolor y la alegría, trasladándolos al plano del amor: este tío es demasiado atractivo para mí (trop joli pour moi) y también bastante malo para mí (tant pis pour moi).
Luego dedicó a su madre, que cumplía años, una extraña versión de Obsession, en la que comenzó por la segunda estrofa, repitiéndola hasta tres veces, cada una de las cuales con un registro de voz diferente; después cantó la primera, de otra forma también, arrastrando mucho los finales de frases, volviendo a la segunda en un caos de letra que quedó atrás cuando la banda se metió en otro pasaje, larguísimo esta vez, con el piano en primer plano. Glenn siguió siendo protagonista con su piano porque fue el único instrumento que acompañó a Cecile en la pieza siguiente, Pirate Jenny, una canción de Three-Penny Opera, de Kurt Weill y Marc Blitzstein, que no es la que viene en el disco que se suponía que presentaba, que la que canta ahí es The world is mean. Con esta pieza se apartó mucho más, como dije antes, de los cánones del jazz y su interpretación, en toda la acepción de la palabra, fue una aterradora supernova que abrasó la sala. En algún lugar, Bertolt Brecht seguro que asentía para sí mismo en señal de aprobación mientras Cecile personificaba la ira sangrienta del proletariado, pasando a cuchillo a sus torturadores con una sonrisita autocomplaciente… ¡right now, right now! Solo con su voz, un micrófono y el increíble talento de su pianista, realizó una interpretación magistral. Lo mejor de la noche, con diferencia.
Y después el gran protagonista fue Keita, aunque no con un anticuado solo de batería, sino de varias de las percusiones que manejaba, sobre todo de un pandero que le dio una atmósfera de folclore antiguo al Dame Iseult que Cecile cantó en occitano, el idioma, según nos dijo, de sus ancestros, supongo que refiriéndose a los que tiene por parte de madre, que es de la Provença francesa, porque su padre es haitiano. Cecile nació en Miami, pero se formó vocal y musicalmente en Aix-en-Provence. Para la canción siguiente siguieron turnándose los músicos protagonistas, porque esta vez la interpretó acompañándose solamente del bajo. Fue Devil may care, de Bob Dorough, un antiguo músico de jazz, bastante desconocido, aunque trabajase con Miles Davis. Paul iluminó el ritmo y Cecile oscureció la melodía, adoptando un enfoque irónico, al estilo del creador de la canción. Y ya fue al final del set cuando por fin escuchamos una de las canciones de Ghost song, la versión que incluye en él de Until, la encantadora balada de Sting para la película Kate & Leopold que, si ya de por sí es una pieza rara, anoche Cecile la hizo más rara todavía interpretándola de forma muy diferente a como está grabada, acompañándose también solo del piano durante casi toda ella, con acordes de ensueño, para estallar al final con toda la banda. Este bloque de canciones fue una demostración palpable de que ella no solo canta cualquier cosa que le echen, es que lo canta todo; y es capaz de encontrar las canciones más oscuras o más antiguas que podamos imaginar y les da vida.
No podíamos creernos que esto ya se hubiese acabado cuando todos dejaron sus instrumentos y se despidieron; llevábamos solo 65 minutos de concierto. Pero al menos un bis es preceptivo y todo el teatro se lo pidió con esa manera de tocar las palmas que tenemos por aquí y que a ella debió de encantarle, porque casi se puso a bailar cuando volvió a salir. Cantó Gracias a la vida, el clásico de Violeta Parra, en castellano, modulando la voz a veces de forma rara, no sé si por el idioma, porque luego lo volvió a hacer en un par de frases de Todo es de color, la canción de Lole y Manuel con la que se despidió, despachándonos un par de estrofas y el estribillo, también en castellano, sin tener en cuenta que las versiones de ojana la mayoría de las veces las carga el diablo; eso sí, debo reconocerle que en el verso de Tú que tienes la paz entre las manos hizo un requiebro aflamencado que estuvo bonito y levantó muchos oles. Y ahí ya sí que terminó todo definitivamente.
Convaleciente, conformista, que nos supo a muy poco, pero Cecile nos sedujo con su genuina oferta musical porque, aunque las canciones fueron escasas, pero ella no solo las cantó, sino que las interpretó y las diseccionó hasta la médula para sacarlas a la luz. Su suntuosa voz adquirió tonos de Sarah Vaughan y Betty Carter, pero su sonido era muy sui generis y en cada canción que interpretó dejó la impresión de que podía crear algo fascinante. Por eso eché de menos que agregase más sabores y emociones en esa mezcla especial que hace con el jazz. Pero esto ya lo he repetido hasta tres veces y creo que es el momento de cerrar la crítica aquí y no decirlo más; porque, además, estoy seguro de que a todos los que lean esto, de entre los que llenaron por completo el Teatro Lope de Vega, les va a dar igual lo que yo diga y no les voy a borrar la sonrisa recordando lo que vivieron allí, esa magia de atención embelesada que una audiencia devota le da a la música.
