Ana Alcaide. Fundación Tres Culturas. 23 de junio de 2021
Eran casi las diez y media de la noche cuando la luna se asomó a los Jardines Andalusíes del Pabellón Hassan II, invocada por la maravillosa voz de Ana Alcaide, que la llamaba desde los versos de Ay luna lunita enfilando con esta canción la segunda mitad de un concierto que había comenzado cuando todavía la claridad del día se imponía a la noche. Era este de Ana el primero de los tres conciertos que conforman el Festival de las Tres Culturas, organizado por la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo junto a la Agencia Andaluza de Instituciones Culturales de la Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico de la Junta de Andalucía y la colaboración de la Fundación La Caixa, para dar valor al importante legado musical que supone la convivencia de las tradiciones sefardí y andalusí con el flamenco.
En la noche de ayer la protagonista era la música sefardí, interpretada por la artista más destacada que tenemos ahora mismo en España a la hora de interpretarla. Sin embargo el acercamiento a esta música por parte de Ana Alcaide es totalmente estético y nada purista. Este era el primer concierto que ella daba en Sevilla en su ya larga carrera y pudimos apreciar como todas sus canciones y piezas instrumentales estaban inspiradas en la tradición sefardí pero prácticamente ninguna de ellas era propia ni tradicional de la música sefardí; la visión de Ana sobre esta le sirve para buscar nexos comunes entre distintas culturas, buscando siempre la emoción y la belleza. Ella no tiene orígenes sefardíes, su punto de inspiración le llega a través de La Judería de Toledo, el barrio donde vive, y sabe conjugar perfectamente el verbo fusionar, que no solo sirve para señalar la unión del jazz o del flamenco con el rock, sino que en su caso la unión es entre el legado sefardí y la interpretación musical de este utilizando algo tan extraño a ese legado como es el nyckelharpa, un instrumento sueco, construido con la madera de los abetos y abedules que crecen en ese país. Original del siglo XIV, el nyckelharpa estuvo prácticamente extinguido pero hoy goza de un nuevo resurgimiento porque hay muchos intérpretes que lo utilizan y estudian; se compone de cuatro teclados y un complejo mecanismo de cuerdas y se toca con un arco. Ana lo descubrió en Suecia, en un viaje como estudiante de geología, y tras enamorarse de su sonido se hizo una maestra de este instrumento a base de tocarlo en las calles de Toledo durante años; ha sido su motor de inspiración y su detonante creativo para componer y encontrar su camino musical.
Un camino que le condujo por fin hasta Sevilla, acompañada por Bill Cooley, un multinstrumentista neoyorkino que está junto a ella en todo momento excepto en la introducción, en la que Ana en solitario improvisa sobre textos en provenzal del trovador Blondel de Nesle, usando el nyckelharpa y unos sonidos atmosféricos que salían del dispositivo electrónico que tenía a sus pies. Después, para la canción dedicada a la Luna sefardita, entró Bill y se sentó ante su salterio, siendo este instrumento, a base de pulso y púa, el otro gran protagonista de la noche, introduciendo incluso algunos de los próximos temas, como el siguiente, Hixa mía, una versión minimalista de una composición sefardí, quizás la más tradicional de todas las que interpretaron. Bill también tenía a sus pies una pedalera de bajos de la que surgían todos los sonidos más graves que escuchábamos.
Esos fueron los instrumentos que Ana y Bill usaron básicamente durante todo el concierto, solamente sustituyéndolos por otros en contadas ocasiones. En Khun caravan, por ejemplo, Bill dejó el salterio para coger un ud, en este caso el modelo de laúd tradicional turco, para acompañar la oda de Ana al viaje constante de vida que significa el deseo de regresar a Sefarad. Un viaje es un espejo de lo que somos y nos invita a desprendernos de capas y a ser conscientes de nosotros mismos. Era, pues, este un tema instrumental que nos invitaba a escuchar la voz que todos tenemos dentro y nos conduce a ser lo que somos. Pero inmediatamente después, encadenado a él, volvimos de nuevo a escuchar la prodigiosa voz de Ana cantándole a la luna lunita, como os conté al principio.
Cuando Bill volvió al salterio Ana nos dio una clase magistral sobre el nyckelharpa antes de usarlo acompañando la música para la que realmente fue creado, y de esa forma pudimos escuchar un deslumbrante vals tradicional sueco, Lapp lenas, seguido de Por qué llorax blanca niña?, una de las primeras canciones de la tradición sefardí que aprendió a tocar con este instrumento ajeno a ella, con la que se abrió el suelo y nos envolvieron las enormes raíces sefarditas. Reina Ester fue la canción que siguió, esta vez con Bill en las percusiones, y después Era oscuro, repleta de aires melancólicos; una de las canciones que primero cantó Ana después de que su primer disco fuese completamente instrumental y que en raras ocasiones interpretan, como fue el caso de anoche.
Bill se quedó solo en el escenario con el ud, en una luminosa interpretación, mientras Ana salía de él, llevándose con ella el violín de hardanger que había tenido a su lado todo el rato. Cuando regresó fue Bill quien nos dejó y Ana, usando solamente ese instrumento, originario de Noruega, según nos contó después, dio comienzo a un maravilloso solo, en el que las notas componían sonidos desde cálidos y fluidos hasta arremolinados y espectaculares, pero siempre melódicos y armónicos. Fue uno de los momentos más bellos de la noche.
El final del set, de nuevo los dos con sus instrumentos habituales, nickelharpa y salterio, fue la interpretación de una de las leyendas más emblemáticas de los repertorios sefardíes, la de El pozo amargo, de triste final como suele ser habitual en los romances de amores desgraciados como este de Fernando y Raquel, que terminan en el fondo del pozo, uno muerto y arrojado a él y la otra lanzándose luego al creer ver los ojos de su amado en las aguas, ya para siempre amargadas con sus lágrimas.
Delante de Ana siempre había dos instrumentos, el mencionado violín noruego de antes y otro que no llegó a usar. Pero ahora, al subir de nuevo al escenario para un bis, sí que lo cogió de su soporte y nos explicó que se trataba de una moraharpa, el instrumento abuelo del nickelharpa, del siglo XIII, más rústico que este y con una sola fila de cuerdas, diacrónico y de sonido arcaico, que todavía resultaba más anacrónico al acompañar con él una composición actual como es La danza de los carámbanos, que Ana compuso durante la pandemia, en los días aquellos en que la meseta central española fue asolada por una intensa nevada.
Y así finalizó un concierto en el que en todo momento se mantuvo el espíritu y la atmósfera necesarios para mantener la atención de unos sonidos que nos son más extraños de lo que deberían y que anoche tenían aún más acusada esa cualidad al ser interpretados con esos instrumentos; pero tanto la forma de manejarlos por parte de Bill y Ana, como la voz de esta, de igual fuerza que dulzura, mantuvieron en todo momento una perfección impresionante que nos dejó con ganas de volver a estar de nuevo pronto en otra de sus apariciones. Esperemos que estas se prodiguen mucho más, sobre todo siendo Sevilla la cuna de la familia paterna de Ana. Pero eso ya será después de que pase este Festival de las Tres Culturas, que sigue esta noche con los ritmos andalusíes de Imán Kandoussi y mañana con el flamenco de Rocío Márquez, a las que escucharé también de forma muy atenta.
