Rocío Márquez y Bronquio. Teatro Central. 2 de junio de 2022
Las palabras que componen el titular no son mías. Son del maestro Antonio Mairena, las últimas que, por tonás, dejó para la posteridad en un estudio de grabación. Un grito de libertad. El mismo que dio en el Teatro Central también anoche Rocío Márquez, poniendo fin con él a un fascinante montaje musical, visual, sensorial, visceral, que se basó precisamente en todo lo que esa palabra encarna. Libertad, para dejar atrás los conceptos establecidos con anterioridad y pasar al Tercer Cielo que da nombre al espectáculo, superando así los dos primeros, el que se compone de lo que sale de ti mismo y el que llenan los demás con lo que te hacen llegar a ti. Rocío y Bronquio eligieron la libertad de juntar esas dos perspectivas, la idealista y la pragmática; visionarios a lomos del caballo de batalla adentrándose en una terra ignota donde la dificultad lleva los dientes afilados. A través de ella haciendo camino al andar, dejando abierto el sendero recorrido. Si lo miramos bien, es pavoroso el lugar al que podría haber llevado ese sendero. Hace falta ser tan valientes y tan libres para adentrarse a través de él como Rocío y Bronquio. El premio fue descubrir un paraíso que nos dejó el corazón estremecido.
Al principio reinaba la negrura más absoluta; ni siquiera veías a tu compañero de butacas. A medida que el telón se levantaba con el fondo de unas ominosas notas que sonaban en el vacío, sin que apenas lo percibiésemos iban apareciendo tres lucecillas muy pequeñas, pero que resplandecían en la oscuridad desde la consola de Bronquio. Difuminadas en el espacio, unas paredes de tela que formaban un triángulo equilátero con el frontal del escenario conformaban un lugar minimalista y extraño, del que comenzó a surgir la voz de Rocío… si me levantas el pelo verás mi frente marcá por la navaja del tiempo… ¿De dónde venía…? No estoy muy seguro de si una tenue luz llegó desde algún lado o fue que nuestras pupilas se agrandaron, acostumbrándose a la penumbra, pero cerca del lienzo de la derecha, en el suelo, comenzó a distinguirse un bulto informe e inmóvil. Esta luz ciega que ofrezco, viajando del negro al blanco, viajando del blanco al negro… seguía la voz, imponiéndose a las ráfagas electrónicas que lamían el infinito encerrado en el contrasentido de un espacio escénico genial, hasta hacerse presentes, insistentes y chirriantes cuando aquello del suelo adquirió movimiento y se fue transformando en una Rocío Márquez apenas distinguida por la vista, despertando a la actividad física de una manera vibrante; oscilaciones y estremecimientos más intuidos que vistos situaron nuestro punto focal en el contorno de un cuerpo que parecía desnudo, sensual. Un cuerpo que comenzó a arrastrase de un extremo a otro del escenario sin dejar de entonar el lamento sobre el sentimiento, cuanto más denso más negro. ¿Qué sientes tú? ¿Sientes algo?, preguntaba Adrienne Rich en su poema; ahora, en la contorsión de tu cuerpo, tengo tu respuesta. En la contorsión del cuerpo de Rocío Márquez, desde ese momento hasta el final, tuvimos todas las respuestas; había trabajado sus movimientos desde aquello que le salía de forma natural y nos mostraba la elegancia del baile, la sed de su cintura; el movimiento perfecto, complemento de su voz, que tanto subía con la precisión de una flecha, como bajaba con la gravedad de la lluvia. Bronquio, desde más allá, trazaba líneas hipnóticas que fluían en el aire. Música y voz iban abriéndose paso y las hileras de focos, en el suelo tras los muros de tela, aclaraban el ambiente. Rocío, encogida sobre sí misma, con una suerte de capote que le sirvió para cubrir su cuerpo y para ser una falda volandera, hizo presente a Lorca por bulerías mientras Bronquio lanzaba ritmos tribales y proyectaba electrónicamente la voz de Rocío en los inicios de las estrofas que Carmen Camacho construyó desde los cimientos del discurso del poeta en Granada cien años atrás.
Mientras Bronquio repetía un ritmo de conducción similar a una máquina, Rocío extendió el capote, convertido en dulce alfombra, para hacer ascender desde allí los verdiales de la Niña de sangre, contrapunto y rayo de luz, con ella transformada en otro mecanismo como los que Bronquio tenía ante sí. Rocío autómata, ciñendo los laureles robados a la musa de la Rocío cantaora. La repetición de ritmos se convirtió en drama y la línea de continuidad de Tercer cielo se rompió; en lugar de De mí, de la garganta de Rocío surgieron los tangos de Agua, comenzados en el mismo tono en que terminó la Niña de sangre, facilitando de esa forma una transición rayana en la perfección. Rocío poderosa, ascendida del suelo al que volvió de nuevo, al rincón primigenio; ovillada otra vez, a medias mujer vulnerable, a medias androide averiado, lanzó un gemido de frustración amplificado por Bronquio para traspasarnos el alma como una lanza metálica… qué solitaria vivo en este corazón donde hace frío… las palabras de La piel, seguiriyas apenas dibujadas que la dejaron así, solitaria. Pasaron los segundos, eternos y silenciosos; el público, tan estupefacto como maravillado no sabía cómo reaccionar. Y Rocío quedó allí, solitaria, hasta que por fin el frío se rompió con el aplauso atronador desde las gradas, el primero en más de veinte minutos de comunión con el arte, que no dejó resquicio para nada más que no fuese dejarse atrapar por la emoción que generaba este en todos nosotros, convertidos en conciencia colectiva.
A capella comenzó Rocío Un ala rota, transformada segundos después con la percusión sintética de Bronquio en un garrotín. El ritmo se aceleró, el tono aumentó, a la gente le encantó; las festivas palmas de Rocío eran el único asidero entre el maremágnum frenético en que Bronquio había convertido el sonido, que se aceleró mientras ella abandonaba el escenario por el vértice de las paredes para aparecer por la esquina derecha acompasando, sus pasos primero y su voz después, con el golpeteo del pandero con que acompañó el aguilando de Droga cara. Y ya puestos, ¿por qué no venirse arriba del todo? Tan arriba se fue Rocío que se encaramó a la mesa de Bronquio para desgranar desde allí los versos de la rondeña de Empezaron los cuarenta, el alfa de su colaboración con Bronquio, cuando este la remezcló, esperamos que muy, pero que muy alejada de la omega. Los gritos del público sirvieron de puente para que ahora sí llegase la rumba De mí, con la voz de Bronquio, con buen feeling y compás, ayudado por el autotune, sustituyendo a la de 41V1L que aparece en la grabación.
Por recoger tus huellas, ha caído la nieve sobre la acera… un mantra repetido, atascándose una vez y otra en ese rrr rrrrecoger; Rocío de nuevo máquina de engranajes atascados, incapaz de sacar adelante este segundo fragmento de La piel, mientras nos iba cubriendo una capa densa de humo, un opresivo sudario que se ajustaba perfectamente al verso sampleado de los fandangos caracoleros que lanzaba Bronquio… pero prefiero la muerte… que prestan el título a la soleá descarná de Rocío… la soledad es tenerte en mi mente… es mirarte frente a frente y no poder sacar este miedo tan presente… No la vimos irse ni aparecer de nuevo; Benito Voluble, que tan perfectamente manejó la iluminación, nos sumió esta vez en una niebla artificial que empezó con Rocío desmadejada en una esquina y comenzó a disiparse con ella en el vértice de los blancos telones, ahora cenicientos con la luz. Se adelantó a pie de escenario y allí, con esa soledad que todavía la imbuía del cante anterior, una vez más mitad humana, mitad máquina atascada, convirtió la debla Grande en el mejor momento de la noche. Su sufrimiento, presente en los versos que no se decidía a cantar o a recitar, nos lo transmitió como un temblor, que se convirtió en esperanza con el pregón de la Mercancía, sentada en la mesa de los tiestos electrónicos… vendo el canto que estremece el viento, monedas al aire sin cara ni cruz, estatuas hartas de soportar templos… Rocío nos vendía gloria a granel entre contoneos de su cuerpo con las bulerías de Mmmmm, emborrachándonos con su presencia, más allá de razón y ciencia. Hasta el estoico Bronquio, siempre ungido de electrónica, se humanizó tanto como para empujar el trance fuera con un ¡Viva Jerez!
Las seguiriyas de la tercera parte de La piel, con el leve acompañamiento de una guitarra flamenca virtual, tuvieron su continuación en A ti, la que hubiese sido decimoctava canción del Tercer cielo y se quedó fuera al final, privándonos de la voz de Lole Montoya. Rocío apenas pergeñó unas líneas para sumergirnos en el mundo electrónico de Bronquio, con sus códigos, distraídos del compás flamenco, pero cuadrando todos los palos que acariciaba ella, aunque prácticamente nunca tuviesen la estructura exacta que marcan los cánones, y menos todavía en El corte más limpio que siguió, con la instrumentación más oscura de la noche, desbocada, pero en su medida justa. Aquí adquirieron certeza plena aquellas palabras de Bronquio que convertí en titular: La crudeza de los palos del flamenco se parece al techno más oscuro.
Con la toná de Carmen Camacho, rematada por Mairena, llegó el final. Bronquio alimentó y dobló la voz de Rocío gritando la grandeza de la libertad, pero esta la terminó como debe terminarse una toná, a palo seco; dejando pasar unos segundos entre las dos primeras sílabas de la palabra para dulcificar la última, desasida ya de compás y rítmica alguna, cosida a unos aplausos eternos, mantenidos durante un tiempo incontable mientras ellos saludaban y hacían subir a compartir la merecida gloria a todos los que han ayudado a construir este Tercer cielo: Antonio, Roberto, Juan Diego, Emilio, Carmen, qué sé yo quien más; Javi, Benito, llegando al final, que ellos estaban trabajando en la parte técnica… pese al tiempo y la distancia, la de ayer será una noche que permanecerá bien guardada en la memoria.
