Bob Dylan. Auditorio de Fibes. 3 de mayo de 2019
¿Qué esperábamos cada uno de nosotros del concierto de anoche de Bob Dylan? Cosas diferentes, seguro. Cada uno de nosotros hubiese elegido un puñado de sus canciones favoritas para que fueran las que interpretase, y a cada uno de nosotros nos iba a emocionar de forma distinta la aproximación que hiciera a ellas y la que hiciera a nosotros, la interrelación que se produjese entre él y el público. Y eso no dependería de si el concierto fuese objetivamente bueno o malo, sino de las visiones subjetivas que cada uno tengamos de él, y estas variarían tanto que incluso muchas de ellas serían contrapuestas: lo que no es válido para unos es lo más aceptable para otros. Y observo que lo que más critica mucha de la gente que conozco son precisamente algunos de los aspectos que yo más valoro. Yo no voy a los conciertos a oír hablar a los cantantes, sino a escuchar sus canciones, a disfrutar con su forma de interpretarlas, a respirar la atmósfera de un acto común compartido con otra gente afín a ti en una pequeña parcela de tu vida, y a establecer una complicidad con el cantante que venga de la mano de su arte y no de su capacidad para hablar contigo de lugares comunes. Cuando los cantantes empiezan a hablar entre las canciones lo habitual es que rompan esa atmósfera, que hagan que se pierda la continuidad y la magia creada por la música. Es ridículo que los músicos vociferen tópicos… “buenas noches Sevillaaaaaa… sois un público maravillosoooooo…”; es fatal que den las gracias sin solución de continuidad cuando apenas casi ni han terminado el último verso, estropeando el decaimiento de la canción, o su estallido instrumental final… si a eso unes que las voces y aplausos de la gente entre canción y canción hacen que el cantante apenas sea audible, y casi indistinguibles sus palabras, que además las dice en inglés… ¿de verdad os enteráis de lo que dice…? ¿para qué queréis, pues, que hable…?
Sé también que es agradable reconocer las canciones que te ofrecen, pero con el actual Dylan sabemos que esto casi nunca va a ser así. Y para mí ésta es otra de sus virtudes. Bob Dylan siempre está naciendo, siempre está reinventándose; y aunque en los discos siempre suenen igual, en los conciertos las canciones son muy diferentes. Sus grabaciones en directo siempre lo han atestiguado… canciones sobrias en El concierto para Bangla Desh; las mismas canciones, reelaboradas en tempo e instrumentación en Before the flood; otra vez las mismas, revestidas del imperante tono reggae de entonces en At Budokan… y ahora vuelven a tener aires nuevos en sus conciertos.
La voz de Dylan ya no es la que era, es algo obvio, por eso ahora canta con un estilo country-rock en el que la elegancia prima sobre el efectismo. Los arreglos para sobrellevar la madurez han hecho irreconocibles clásicos que cantó anoche como Like a Rolling Stone, Blowin’ in the wind, Don’t think twice it’s allright… esta última minimizándola hasta casi hacerla a solas con su piano por el inaudible arropamiento de la banda; genial.
Y para llevar a cabo esta nueva vuelta de tuerca Dylan se ha rodeado de un grupo de músicos de los que su espectacularidad no radica en demostraciones de cara a la galería, sino en rendirle a tal señor tal honor. Tiene a su mano derecha musical, Tony Garnier, un tío que lleva toda su vida tocando el bajo con Bob. Y tiene a una banda que debe ser buena por fuerza, porque su batería, George Recile, ha arropado a Keith Richards, Eric Clapton o Lou Reed; porque el guitarra, Charlie Sexton (al que vimos hace muy poco tiempo desenfrenado por completo en Cádiz), ha hecho punteos para Springsteen o Deborah Harry; y porque tiene al mejor multi-instrumentista del nuevo country, Donnie Herron… ¿qué más da que sean estáticos, si no estamos en un concierto de heavy…? Ponen sus instrumentos al servicio de la interpretación de Dylan, y lo hacen de forma magistral.
Dylan no da lugar al adocenamiento ni a la rutina: todos los conciertos de la gira son diferentes a pesar de que cante lo mismo: media docena de canciones de los años 60, tres de los 70; de los 80 solamente recuperó Dignity, una gema que nunca brilló en su discografía oficial; cuatro de los 90, todas muy intimistas del Time out of mind; y media docena más ya de este siglo. Veinte canciones en dos horas menos siete minutos que me dieron todo lo que yo esperaba de Dylan e incluso más; esta ha sido la vez en que mejor le he escuchado cantar de las últimas en que le he visto en directo. Físicamente se le nota cada vez más el declive; anoche Dylan se apoyaba sobre el teclado casi en equilibrio, como si éste fuese una prolongación de su cuerpo o como una especie de muleta y, aunque no se dirigió al público en ningún momento, después de casi cada canción se movía difícilmente desde el piano al centro del escenario para dirigirnos algo menos parecido a un saludo que a un desafío: ”Qué… ¿sigo o no sigo siendo el puto amo…?”. Ni un guiño, ni una mirada de soslayo, se podía percibir con total claridad que se estaba entregando al auditorio no por sus arengas, no por su sonrisa sino por la tensión creadora de cada fraseo que se desgranaba por su garganta y que llegaba a todos nosotros. ¡Joder que si llegaba! Y nos estaba dando lo mejor de sí.
Es innegable que ya no tiene la potencia de hace años, la limpidez o la capacidad de moverse hacia arriba en la escala, algo en lo que nunca fue un prodigio, de todos modos; pero a cambio ha ganado tanto en matices, en calidad tímbrica, en el modo en que hace el fraseo evitando rematar con lugares comunes, mediante soluciones obvias. Uno de mis acompañantes de anoche comparaba la voz de este Dylan con la de la última Billie Holyday. Ella, como Dylan ahora, reinventaba cada canción al volver a cantarla. Como ahora lo hace Bobby en cada palabra, en la amargura de cada verso que ya no se apoya en la melodía sino que se convierte en un ronroneo que insinúa más que dice explícitamente. Bob Dylan ya sólo tiene graves, pero qué manera de usarlos, como nunca usó la escala completa si es que algún día la tuvo.
Y así fueron engarzando una canción tras otra, dándonos la oportunidad de jugar al juego de adivina qué coño está cantando. ¿Y qué más da si la base para la interpretación era un clásico de los que todos esperábamos o un tema nuevo? sólo importaba cómo lo re-crease. Y todo el mundo lo entendió cuando un portentoso Simple twist of fate hizo aflorar lágrimas a todos en comunión absoluta y con la emoción a flor de piel. La próxima vez que veamos a Dylan no será a él, sino a otro con su aspecto; pero que de nuevo se habrá vuelto a reinventar a sí mismo.
