Festival ‘Orbitando’. Utrera. 27 de abril de 2019
La mañana del domingo amanezco con los ojos desenfocados, un zumbido persistente en los oídos y una nebulosa todavía instalada en mi mente. Ya hace bastantes horas que terminó el festival Orbitando y regresé de Utrera, incluso he dormido la mayoría de ellas, y aún me cuesta emerger del maremágnum de sensaciones en que me sumí escuchando a esas cuatro maneras (me perdí un par de ellas más porque no se puede estar a todo) diferentes de retorcer, recomponer y expandir la sensibilidad musical. Cada una de ellas es distinta y a la vez equivalente, o dicho con más propiedad, desde posiciones diferentes comparten una misma actitud que hace que su conjunción sea muy atractiva armónicamente.
Los Rosarios, poco después de las cuatro de la tarde, con un sol de justicia que hacía sudar por igual a los rockeros que los esperábamos para su concierto en El Bosque, que a la familia que preparaba los globos y guirnaldas para un cumpleaños infantil en las mesas cercanas, que para los invitados de la boda de postín que se acercaban en un Rolls Royce a las inmediaciones de la iglesia de Santiago, abrieron para mí la tarde con su toque poético, desgranando todas esas canciones que pronto podremos escuchar calmadamente cuando las edite el sello del Fun Club: Guapa, A 3000 watios del suelo, Caja de espíritus, Mi chica, la canción que se diferencia de las demás porque la melodía que canta Carlos Ferrari la conduce el bajo de Selu Baños mucho más que la guitarra y la tormenta electrónica que produce Javi Neria… canciones interpretadas en una forma que mezcla la contención naif con una depresiva exaltación. Una catatónica excursión por el lado tenebroso del rock que tiene un extraño contrapunto cuando en lugar de en una sala oscura se degusta en una soleada y alegre plaza, sentado a la sombrita, con un café y una carmelita utrerana.
En La Antigua, más tarde, Rueda puso en marcha una turbina dirigida por teclados, sintes y programaciones de varias clases, percusiones electrónicas y los claroscuros de la fantástica voz de Lola, generando ondas eléctricas que se extendían por la sala formando una red que tendría que haber atrapado a todo el mundo en ella, pero que no lo consiguió porque la gente convirtió la escucha en un martirio constante… ¿de verdad es el mejor momento y lugar para discutir a gritos el mal juego del Betis un concierto intimista de Rueda? Los loops se rompían a pedazos en cuanto sus ondas pasaban de la tercera o cuarta fila de espectadores. Lo que esta chica guarda en su garganta no hay oro que lo pague, pero su puesta en escena, tan sobria, con ella sola enfrentándose a las máquinas con la única ayuda ocasional de un bajista u otro músico que al final la relevó con la percusión, resultó no ser apta para una cita como la de ayer. Le debemos otra cita en mejores condiciones y espero, al menos por mi parte, no tardar demasiado en quedar en paz con ella en eso.
KILL KILL!, sin embargo, mataron, mataron (nos llamamos Kill KIll o Mata Mata dependiendo del año) con un desfase que produjo un resultado tan natural que no tardaron en meter a toda la sala dentro de él hasta el cuello, y con todos rogando, además, porque no terminase nunca aquella dulce tortura. Son un dúo formado por Bert Kibbler, el profesor de geología de Big Bang (o un chiclanero clavadito a él), armado de un bajo y una pedalera que no tenía fin, y un batería brutal con su instrumento, que cantaba, aullaba, repartía besos volanderos y trepaba por la banqueta y el bombo con evidente riesgo de romperse la crisma en cualquier momento y privarnos de la magia del concierto. Con ellos llegó el desenfreno y el volumen. Aplastantes versiones de sus canciones con las que lograron que el hardcore (o un sonido clavadito a él) se adueñara no solo de esta sala, sino de todo el tramo de la avenida que ocupa. Explosivos, arrasadores, demoledores.
La despedida del Orbitando tuvo lugar pasadas las diez de la noche en El Latino, de manos de Los Jaguares de la Bahía, que mostraron su cara más cerrada en su propia sima de ruido y distorsión. Inigualables paredes guitarreras formadas por los acordes tempestuosos de las tres Fender Jaguar de las que sacan su nombre, aunque una de ellas está octavada en graves para suplir la ausencia de un bajista, en Play, en Love trade, en How dy talk; en Radio stress siguen reflejando como nunca lo que fue el paso del punk al cachondeo nuevaolero; el nervio escénico de Paco Loco, que se desbordó en el Puch Caribe del final, restregándose uno de los CDs de la banda por los huevos y el culo (por dentro de sus habituales gayumbos de cuello vuelto, eh) para venderlo por un precio mayor a cualquier fetichista de la sala, aunque yo no lo hubiese tocado ni regalado. Energía y carisma para hacer que la sala se viniese abajo. Gentemenor es como si Black Sabbath hiciesen funky. El concierto de los Jaguares fue una inmisericorde sucesión de hostias, de las que la guitarra de Paco se llevó más de una contra el suelo lleno de restos de cerveza y sudor… pero el definitivo grupo con sentido del humor.
Más allá de lo perfecto o no que cada uno estuviese ayer, el festival fue una experiencia única, subyugante, diría que irrepetible si no fuese porque volverá a tener lugar el año que viene y la experiencia me dice que no flaqueará, igual que en ninguna de sus ediciones. La sola idea de reunir a todas estas bandas, que forman parte siempre del presente más estimulante de la música andaluza, es ya digna de aplauso, y según lo que vamos viendo año tras año, este festival urbano de Utrera se va a convertir en un hito en la historia de nuestros festivales más cercanos. Orbitando, que no se te olvide el nombre.
