Orthodox. Sala X. 23 de julio de 2020.
Hay estilos musicales con seguidores de perfil muy definido, que además son muy fieles a sus bandas. En los conciertos de grupos de doom, de stoner, la dispersión de seguidores no es tan acusada como en los conciertos de bandas de géneros más convencionales, o más habituales. Por eso, aunque desde que la Sala X abrió de nuevo sus puertas tras el estado de alarma y por ella han pasado artistas de gran prestigio como Arizona Baby, Sr. Chinarro, Nuria Graham y los DelTonos, siempre permaneció su reducido aforo actual basculando entre la media entrada y los tres cuartos y no fue hasta anoche mismo en que se produjo el primer sold out, y lo consiguió una banda local que cumple la premisa con la que he iniciado este párrafo. Anoche Orthodox llenó por completo la sala.
La vuelta a los escenarios de Orthodox era toda una celebración, y por eso obtuvo una respuesta perfectamente razonable. No importa lo profunda que haya sido tu historia con la banda, pero verlos en directo siempre causará en ti una sensación como la de un regreso a casa, como una resonancia fundamental, que ha sido restaurada. Y más aún en una ocasión como la de anoche, en la que Orthodox se presentaba reafirmando de nuevo su formación de trío, con guitarra, bajo y batería, la más clásica y potente de las que les hemos conocido y la que les sirvió para ser reconocidos como el punto cero de la ola de stoner doom del nuevo milenio en Sevilla, y quizás también en todo el país. Anoche, las condiciones de permanecer atados a la silla y la mascarilla no permitió más que el balanceo habitual de la ola de cabezas, pero sí que nos sentimos tan lisérgicos y sintonizados en el mismo tipo de frecuencia universal como es habitual también cuando les estamos viendo y escuchando. El ardor que puso la banda fue el sonido de los músculos de la fatalidad actual y todos salimos del concierto con la consciencia alterada, no solo por la asfixia de la mascarilla, sino también por el martillo de sonido que nos golpeó.
El concierto podemos decir que estuvo dividido en cuatro partes diferenciadas: la primera y más pequeña fue la introducción, demoledora desde el principio, con Suyo es el rostro de la muerte, la pieza instrumental que abría también su disco Axis hace ya cinco años. Desde ese mismo momento comenzamos a disfrutar y padecer las disonancias de la guitarra de Ricardo Jiménez, apreciadas por encima de los truenos que salían del bajo de Marco Serrato y la batería de Borja Díaz, que tras un redoble brutal inició sin solución de continuidad la interpretación del Iatromantis, con Marco usando ya su voz como cuarto instrumento, forzándola hasta límites increíbles. Ahí se inició una alternancia de piezas sacadas de sus discos Baal y Amanecer en Puerta Oscura, sucediéndose el Solemne triduo, Taurus, Apogeum como si una presa mental colectiva acabase de estallar y nos inundase a todos sumergiéndonos en magma, más que en agua, para solo sacar la cabeza, en un alivio extático, con Hani Ba’al, que a estas alturas ya nos pareció casi melódica, incluso.
Esta segunda fase terminó cuando Marco nos anunció que iban a estrenar algo; un experimento, le llamó. Y fue ahí cuando comenzamos a escuchar el sonido de un universo todavía en construcción. La pieza no tiene ni siquiera nombre y se refieren a ella como Unpredictable past, y dibuja un siniestro oxímoron como el de un pasado impredecible, lleno de campos de batalla, donde nadie encuentra ningún lugar que se atreva a llamar hogar. El futuro se desvanece porque el enigma del tiempo se ha perdido completamente en dirección al pasado. El universo habitual de Marco Serrato influenciado por los pesares pandémicos y sus consecuencias. Aunque su delirio se despliega por encima de una música y unos riffs totalmente familiares, que se sienten como si hubieran sido compuestos a partir del propio ADN de Marco; unos surcos musicales que ya desde ahí la banda hizo explotar deliberadamente.
Porque desde ahí se inició la última fase, que estuvo compuesta por los sonidos de Gran Poder, el pilar de la discografía de Orthodox, que desarrollaron con dos piezas densas, El lamento del cabrón, para llegar al final del set en un éxtasis continuado durante más de un cuarto de hora, y un bis compuesto solo de Geryon’s throne, con el que continuó la fascinación durante más tiempo todavía, desde que Ricardo volviese al escenario solo, para sacarle a su guitarra unos acordes rudos y repetidos a los que posteriormente se unieron Marco y Borja, para terminar en una niebla, más negra que púrpura, en la que el incesante bombo y platillo de la batería no fue capaz de aplastar a la guitarra de Ricardo, en el suelo, sobre su rack de efectos, ni al bajo de Marco, con su mástil maltratado por las subidas y bajadas de una botella y un arco de contrabajo.
Los tres músicos estuvieron tan cautivados y enganchados por el sonido como los espectadores; los tres acelerando más y más su motor místico y cayendo en todo tipo de dimensiones, mientras Marco recitaba, aullaba, una corriente de visiones en medio de ese sistema solar borroso. Pulsos épicos, voces mántricas que les servían para crear un campo de distorsión de la realidad que pocas bandas aparte de Orthodox pueden conseguir, porque ellos no se limitan a transcribir riffs de Black Sabbath, sino que tienen una rara capacidad de intoxicación para convertirlos en una fuente de revelación sin límites. El concierto de anoche fue una sacudida de los cimientos, y no solo de los de la Sala X, sino también de los de todos los que estábamos en su interior.
