Cuando Camarón terminó de grabar La leyenda del tiempo lo primero que le dijo a su productor fue: «Vale, Ricardo, esto de las guitarras eléctricas ha quedao mu bonito, pero p’al próximo disco nos dejamos de mamoneo y volvemos a las de palo, eh…» ¿Qué hubiese dicho el gitano de haber escuchado una de sus cantiñas acompañada de un sintetizador, como ocurrió anoche…?
De eso hace ya cuarenta años y quizás sea una señal de que Camarón cuando mejor se encontraba cantando era cuando no se rodeaba de parafernalia ajena al flamenco de tó la vida. Por eso yo normalmente le vi con más oscuros que claros… fue una suerte poder volver a verle ya poco antes de fallecer como cuando era más joven, cuando aún no era una leyenda y yo pasaba de ir a muchas de sus actuaciones, porque en realidad lo mío no es el flamenco. Después, cuando era casi de obligación asistir a sus conciertos, en realidad fueron bastante mediocres; menos mal que con ese último me saqué la espinita.
El problema de aquella etapa buena con Camarón para mí, es que me pillaba entre los 12 y los 20 años, una edad en la que rondando los 12 no iba a conciertos, y rondando los 20 iba a conciertos de rock, pero no de flamenco… ¿quién iba a pensar entonces que Camarón se convertiría en una leyenda de tal envergadura y que me estaba perdiendo sus cimientos? Fijaos que yo incluso no fui a verle cuando estuvo en la segunda Cita en Sevilla, en 1985. Creo que hasta un par de años más tarde quizás, después de apreciarlo en los discos cuando ya hablaban tanto de él que supe que me estaría perdiendo algo bueno, no comencé a ir a verle en sus conciertos por aquí. Y realmente los primeros que le vi sí que fueron fantásticos (o quizás yo era menos escrupuloso), pero durante los años 89 y 90 la verdad es que eran continuas decepciones. Menos mal que al menos en el año 91 sí le pude ver brillar de nuevo.
Echando ahora la vista atrás es curioso cómo afloran los recuerdos a tu memoria navegando mentalmente por el pasado. Estaba intentando acordarme de cuándo fue la primera vez que vi a Camarón y me ha venido el flash… no sé exactamente la fecha, pero debió ser en el 87 en los Reales Alcázares, seguramente en primavera o verano porque fue al aire libre, en el Patio de la Montería, y en realidad no fui por Camarón, sino por el Chocolate, que era vecino mío y tenía curiosidad por oírle cantar… por entonces le vi también en un mitin del PSOE, también en un concierto en el parque… me fui aficionando a él, pero sin profundizar mucho, ya os digo que no soy gran degustador del flamenco e incluso allá por 1989, cuando ya comencé a acercarme a él de verdad, como en su aparición en la Cita en Sevilla de ese año, no me dijo esa noche absolutamente nada y sus cantiñas, sus tarantos, sus tientos, sus fandangos, se quedaban solo en el apunte, el esbozo; Camarón, acompañado a la guitarra por Tomatito, además de por Carles Benavent, Jesús Bola y Manolo Soler, entre otros, se limitaba a cumplir, viniéndose un poco arriba solamente en el cuplé hecho bulerías. Todavía le quedaban tres años de vida, pero quizás ya no podía, y estábamos asistiendo al principio del fin. La fiesta gitana que montó con el grupo que le acompañaba animó más el ambiente. La verdad es que a mí el baile flamenco nunca me ha dicho nada tampoco, pero los que entienden de eso decían que Joselito, el hijo de Curro Fernández, marcándose unas bulerías, fue lo mejor de la noche; y que Diego Carrasco también estuvo a gran altura, pero que Camarón había estado decepcionante.
El año siguiente volví a verle allí mismo y estaba yo acompañado de John Zorn, que acababa de terminar un gran concierto en el Lope de Vega, y el tío no paraba de balbucear, babeando y con los ojos como platos, unbelievable… unbelievable… unbelievable… Y la verdad es que tampoco era para tanto; yo no le dije nada, pero pensaba para mí mismo: «Joé, canijo, si esto te parece tan increíble deberías haberlo visto en una actuación realmente buena», porque la de esta noche tampoco fue mucho más allá de la mediocridad del año pasado. Apenas tres meses antes ya le había visto en otra aparición más que discreta aquí en Sevilla, y esta noche repetía programa y textos flamencos, con lo que hacía aún más visible su declive. Ya no era el cantaor poderoso que todos conocimos, sino un hombre empequeñecido y quemado al que solamente el morbo o el desconocimiento de los guiris como Zorn impelía a prestar atención. Y no solo eso, sino que excepto con algunas excepciones honrosas, como cuando le daba a sus queridos tangos de toda la vida, en los demás palos parecía perder el compás y la cuadratura… cantiñas, soleás, bulerías, tientos, en los que la banda se perdía con él y solo salvaban el paso por tratarse de músicos tan contrastados como Raimundo Amador, el Manglis, Tino di Geraldo, Moraíto chico… Camarón ya no era un cantaor, sino un fenómeno sociológico. Menos mal que aún le quedaba una nueva Cita al año siguiente para poder despedirse de Sevilla con algo parecido a un triunfo.
¡Y joder si lo consiguió! Por fin pude ver a un Camarón de nuevo de alta categoría, sin los artificios de una voz convertida en maullidos, con gran profundidad y riqueza. A lo mejor es que, como apunté antes, necesitaba la pureza de que su voz no fuese acompañada más que por una guitarra (Tomatito, cómo no) para cantar por derecho, con la personalidad que nadie le discutió nunca… entero… largo Camarón… ¿fue esta la noche en que incluso cogió una guitarra para hacer dúo con Tomatito, o me traiciona mi memoria y solo lo he soñado? ¡Y qué taranta, por Dios…! Menos mal que los comentarios que se extendían por el Auditorio mientras estaban Aurora Vargas y Rancapino, de que las condiciones de Camarón posiblemente no hiciesen posible que se subiese al escenario, resultaron falsos y pudimos tener una noche llena de musicalidad flamenca, que ya nunca más se pudo repetir, porque Camarón dejaría de existir apenas trece meses después.
Y para no quedarse descolgado del mito al que homenajeaban, anoche, en la hermosa plaza que hay junto al castillo de El Puerto de Santa María, el concierto que montaron los del Monkey Weekend tuvo también muchos altibajos. Pero como los bajos fueron muy poco profundos y los altos alcanzaron picos enormes, mereció muchísimo la pena estar allí. Hubiese sido una noche redonda si alguien se hubiese arrancado por tarantos, donde más brillaba Camarón, pero había que ceñirse al programa de la La Leyenda del Tiempo y no los tuvimos.
Lo primero que escuchamos anoche fueron unos tangos, los de La Sultana, que Charly Riverboy entonó como pudo con el respaldo de los Derby Motoreta’s Burrito Kachimba, y que, sin ser lo suyo, consiguió que toda la plaza empezase a oler a mata de romero. Sus cojones ahí…! El Pájaro tampoco es que se luciera cantando La Tarara, pero su solo de guitarra valió por toda una noche de flamenco heterodoxo. Pero es que cuando Raúl Fernández se puso luego con el solo suyo fue hasta mejor. De todos es sabido que la asociación de Camarón con Paco de Lucía a la guitarra es mítica; pues imaginaos que si en vez de Paco quien le hubiera acompañado fuese Peter Green y os podéis hacer una idea de lo que escuchamos anoche allí con Raúl.
Y después salió ella. Rocío Márquez. El principio no estuvo muy lucido porque los Motoreta metían demasiao ruido; el bajo de Soni, sobre todo, se comía la voz de Rocío. Pero en cuanto la música se aclimató a la ocasión, cuando las guitarras de Ale y Tera Bada se limitaron a respaldar bajito las viejas letras de Omar Khayyám que la niña cantaba, las bulerías se adueñaron del espacio y del tiempo. Rocío nos enamoró, nos encantó con su voz, hizo magia recreando el Viejo mundo de Camarón. Y luego Miguelito se puso al frente de su grupo, arrancó la Motoreta y nos cantó unas Nanas del caballo grande que parecía que su madre se las había estado cantando a él durante toda su infancia para dormirlo. Después, mientras los demás iban quitando todos los tiestos que sobraban en el escenario, él siguió allí, con el único respaldo de Bronquio que se las apañó para que el sintetizador sonase por soleá, dando la cara con el Romance del Amargo. La cantó de pie; solo le faltó una silla de enea para que pareciese que aquello era la peña flamenca de la plaza de Alfonso X. Miguel ha aprendío a sentir lo que canta. Y va a llegar muy lejos.
Lo de Álvaro Moreno y Bronquio no tiene nombre para describirlo. Si no digo aquí que fue el mejor momento de la noche es porque hubo muchos y no me decido a elegirlo; pero esas cantiñas rotas por el break beat del sintetizador fueron un hallazgo del que tardaremos mucho en encontrar algo igual de singular… y de bueno, claro; porque experimentos fallidos los hay a porrillo, pero un cantaó de Cai conectando así de bien con el espíritu de Camarón no se escucha tó los días. Merecía seguir allí arriba y allí se quedó. Ahora salió también un guitarrista flamenco (lo presentaron luego como Sergi López, yo no tenía referencia alguna suya) para hacer entre los tres un Homenaje a Federico de los que te hacen decirle a tu acompañante en los olivaritos, niña, te espero luego, que te voy a recitar al oído lo que escribió Lorca si tenemos tiempo. El quejío no solo calentaba el fresco aire de la noche.
Y entonces salieron los granaínos. Álvaro le había dejado el listón muy alto a Soleá Morente y aunque a pesar de quien es y de donde viene yo soy de los que piensan que Dios no la ha llamado por el camino del cante flamenco, anoche nos dejó unas alegrías fiesteras, que incluso se bailoteó con mucho arte, que dejaron a la Bahía de Cádiz, esteros de Sancti-Petri, salinas de San Fernando, territorio de Camarón por excelencia, en un buenísimo lugar. Napoleón Solo allí a los teclados con su banda: otro teclista más, guitarra, bajo y batería… a la niña del Morente le relevó Antonio Arias, soso en el inicio de La leyenda del tiempo, más pose efectista que lirismo efectivo; pero de pronto cambió el tempo y Antonio echó a volar… y convirtió el flamenco en un arte vanguardista, surreal en aquellos movimientos, hundido hasta los cabellos, tapados por su sombrero… ¡cómo cantaba la noche! Esa noche que empezaba con su fresquito (mira que mi mujer me insistió en que me llevase una rebequita) a levantar los témpanos de hielo azul que Lorca glosaba en su poema de La Leyenda.
Cuando el Juan de la Lore se puso con aquellas percusiones tribales jamás hubiésemos pensado que estaba introduciendo el Volando voy si no fuera porque era la única canción del disco que quedaba y ya nos la esperábamos. Volando voy, volando vino Lorena Álvarez para dejarnos un fin de fiesta al que se sumaron todos; se pusieron a bailar Rocío Márquez y Soleá Morente; jaleaban Antonio Arias, Charly Riverboy y Miguelito Motoreta… volando se iba la música que sonaba, la voz que la acompañaba, que hasta parecía que lloraba; el latido que sentíamos todos, como si la carne nos arrancaran, era porque todo se acababa. Salieron al escenario, se abrazaron, nos tiraron besos… Y Volando voy de nuevo fue una canción triste para mí: en la feria de 1980, cuando el sábado de madrugá volvía con mi novia (mi mujer luego) para echar unas horas de sueño antes de volverme el domingo dejando atrás todo lo que quería para cambiarlo por el despropósito de la puta mili, los gitanos amenizaron nuestra espera del autobús con esta canción. Y su alegría era mi tristeza… justo igual que anoche.
