Sweethearts from America + Los Estanques. Sala X. 27 de marzo de 2021
Pocos minutos pasaban de las tres de la tarde y yo aún no había terminado de digerir los calamares a la riojana cuando, después de unos segundos de introducción de los otros miembros de la banda, Selu, Oscar y Valentín, avanzó Paco Campano hasta el centro del escenario ataviado con una chaqueta que llamaba la atención igual que lo hubiese hecho la espada de samurái con la que Buddy Holly asoló Las Vegas, que fue sobre lo que se puso a cantarnos mientras los otros le ponían un fondo musical que a veces parecía una deconstrucción del Killing moon de los Echo. Paco Campano, tan sutil como el Elvis vudú del que también habla esa canción con la que comenzó el concierto, Terminal beach, en todo su esplendor. El crooner improbable, como él mismo se ha definido alguna vez, cultivando su imagen de psicópata del rock and roll de ultratumba. Y los otros no le fueron a la zaga; después de un año y medio sin tocar tenían ganas de volver a hacerlo y ayer tuvieron una oportunidad que no desaprovecharon. Sweethearts from America asaltaron el escenario de la Sala X con el único propósito de que todos, incluidos ellos mismos, indisciplinados, poco amigos de las ortodoxias, tuviésemos una tarde divertida, y se pasaron por la piedra un repertorio guarro y peleón.
Mitad y mitad. La primera parte con siete canciones que ya conocíamos de su disco anterior con la inclusión de Rockstar, de aquel otro primer disco de hace ya cinco años, y una segunda parte con seis canciones más totalmente nuevas. Precisamente Rockstar fue la que siguió, con el Campano contradiciendo absolutamente lo que cantaba en ella sobre que no hay nada más infeliz que una estrella del rock… ahí estaba él, estrella inmortal, arrancando luego con Crisis para decirnos más o menos que de qué coño nos quejamos si podemos estar en una sala oscura pasando una tarde tan divertida; ¿qué mierda de crisis es esta que se supone que estamos pasando…? crisis fue aquella que obligó a los banqueros a tirarse por las ventanas de los edificios de Wall Street; nosotros solamente tenemos que seguir el ritmo que la banda nos marca mientras el Campano nos dice que no necesita que Dios le perdone, mientras el Selu se desgañita repitiendo en los coros una y otra vez que nadie escucha la caída de un árbol en el bosque, consiguiendo que a él si se le oiga por encima de las hostias que Valentín le daba a la caja y los platillos y Oscar extraía úlceras sonoras de su guitarra. Hasta que no terminaron con esta pieza, The good samaritan, no dejaron de encadenar canciones y pudimos escuchar al Campano hablar por primera vez. Y fue para decirnos que nosotros no podíamos bailar y él sí, que nos jodiésemos.
Los Sweetcides I y II fundidos nos dejaron los oídos zumbando, en lo que pareció una maniobra del Campano para que a partir de ahora (vamos a hacer un All La Glory, y desde aquí cantar en español, nos dijo) pensásemos que era por eso por lo que no entendíamos lo que cantaba en vez de porque no canta como los ángeles precisamente. Él lo tiene claro, por eso siguió con Peor, para decirnos que es peor que cuando tenía 20 años; peor persona, peor amigo, peor amante, y lo peor es que le está gustando y le quedan otros 20 años para superarse. Elegancia callejera.
Este recorrido final fue un despilfarro de entusiasmo que de tan generoso parecía obsceno; lograron aplastarnos con algo tan sencillo como es la fuerza unida a la convicción; aplastarnos con la sobrecarga de Oscar marcándose el mejor riff del concierto apoyado en el brazo de trémolo de su guitarra mientras el Campano nos cantaba sobre la teoría cuántica de las cuerdas y esas mierdas; canciones todas, nos confesó Paco, de autoayuda para rockeros cuarentones: Alamillo, Demasiado amor, Quien merece… y las dos últimas reflejando los tiempos que corren, Hikikoamor, retorciendo el término japonés de hikikomori que define el aislamiento social agudo, aunque en nuestro caso no sea voluntario y Distancias, la canción sobre la pandemia que canta el Campano junto al Branquias Johnson en esa otra banda… bueno, banda, ya tú sabes… que se llama Nueva Subnormalidad y aboga por mantener las distancias aunque acabe el estado de alarma. Algo que en realidad no es mala idea cuando se trata de mantenerla con tipos como estos Sweethearts from America, brutos, viciosos… pero simpáticos, también, no creas, y capaces de brindarnos un concierto en el que ninguno de los presentes podremos afirmar que no triunfaron.
Las notas grabadas de Reunión, la última de las canciones del último disco de Los Estanques, precedieron a las de No hay vuelta atrás, la que lo abre, con ellos ya en directo tras fundirse las notas del teclado de Iñigo Bregel con las que sonaban lanzadas desde la mesa del técnico y, tras el preceptivo un dos tres cuatro con choque de baquetas de Andrea Conti, lanzarse a una vorágine de sonido crudo y directo del que no hubo vuelta atrás una vez hundidos por completo en él.
Su setlist no solamente estuvo compuesto de canciones de su último disco, todas nuevas a nuestros oídos en directo porque la última vez que estuvieron aquí cerca todavía no las habían editado, sino que recrearon gran parte de su discografía anterior también, siguiendo el concierto con Partiré hacia el sol, de su segundo disco, el del 2017, todavía Iñigo con menos acierto en su voz que en sus dedos, que sacaron de las teclas un solo genial; aunque quien derrochó genialidad del todo en esta canción fue Dani Pozo, el bajista que pasa de púas para pulsar las cuerdas con sus dedos desnudos y mantener altísimo el voltaje de todas las canciones ya hasta el final. Iñigo nos pidió que mantuviésemos la calma, aunque ellos iban a hacer todo lo posible porque no pudiésemos hacerlo; y vaya si lo lograron en todo momento.
En Siento complacido tuvimos un gran solo del bajista, y entre el regusto funky de Caminando hacia el mar sobresalieron los toques finales de Germán Herrero, que nos hicieron comprender que el rock and roll es más potente en función de lo que lo sean las guitarras que lo interpretan; por eso Iñigo se cambió. Hasta ahora estaba sentado ante un teclado Nord de 3.500 pavos, por lo que cada una de sus 73 teclas sale casi a 50 euros, que él supo aprovechar para exprimirles cada céntimo de su coste; pero ahora se cambió a una segunda guitarra que mientras se colgaba y afinaba dio lugar a que Andrea nos metiese un solo de batería previo a Clamando al error. Con Todo lo que tú dejaste atrás volvieron a su segundo disco, que estaban trillando bien; una canción con momentos de desbordante energía jevi a la que contribuían los riffs de Germán, apalancados por el bajo de Dani, en un final demencial que encadenaron a Ahora el tiempo te sobra, con las guitarras ya absolutamente desbocadas del todo e Iñigo perdido en una salmodia feroz y chirriante más que en los versos concretos de una canción. Un pandemónium que había que parar y así lo hicieron unos segundos para preguntarse después si iban a poder hacerse con el control, interpretando ¡Joder!. Hubo que parar el arranque de Flor de limón para restablecer ese control, que a Iñigo empezaba a írsele de las manos. Con ella volvían a su último disco, que habían olvidado desde la primera de las canciones del concierto, y como quiera que esta es de las lentitas, tras Flor de limón, no sin que antes alguien a quien no voy a nombrar para no tirar piedras sobre mi propio tejado les gritase desde su silla, seguramente influido por los vodkas con limón que ya llevaba engullidos a estas alturas, que volviesen al rock and roll, que el batería se les estaba durmiendo, siguieron con Juan el Largo, aumentando con ella la intensidad poco a poco, a lo que contribuyó el mejor y más amplio solo de la tarde, que Germán le sacó a su guitarra para terminar la canción. Seguramente Iñigo entendió que por mucho que lo intentase no iba a conseguir estar a la altura del verdadero guitar hero del grupo y volvió a los teclados, desde donde abrió paso a Nací santo, también de las últimas que les conocíamos y con la que volvió a lucirse instrumentalmente con unos acordes luminosos.
Y así llegó el momento que seguramente estaban esperando la mayoría de los presentes, el de la interpretación de Efeméride, destrozando con los golpes de teclas y cuerdas de bajo y la coda final todas las comparaciones con el cuarteto ese del nombre tan largo con el que deben estar ya hasta los cojones de que los comparen cada vez que la tocan. La aguja transformó la sala en una discoteca llena de gente frustrada por no poder bailar y después Iñigo se transfiguró en el Rick Wakeman de la sencillez de las Seis esposas de Enrique VIII, para acompañarse cantando La loa que añoré sin la pompa y boato al que después se entregó el otro y continuar el camino así iniciado con Emilio el Busagre.
Resultaría estéril y gratuito buscar frases elogiosas y recurrir a tópicos para terminar de manera épica y lapidaria esta crónica, que ya se va alargando demasiado, así que lo mejor es decir que tan magnífico concierto hubiese tenido un final muy adecuado con las que siguieron, Rosario y Mr. Clack, y dejar que cada uno se imagine a Germán, que entró al camerino mientras los otros navegaban en un instrumental, para salir de él sin pantalones y con una chilaba con la que más que Rafael, el español que tiene un kebab, se parecía al Peter Green de Oh well, sobre todo cuando se colgó la guitarra de nuevo, para cerrar el set con la canción que ya te puedes imaginar.
Después de tanto bueno yo hubiese salido mosqueado de la sala si hubiesen terminado de verdad con el puto kebab, pero volvieron para hacernos recordar en el bis con su Vietnam cómo hubiese sido ver a los Doors interpretando The end en directo y me reconcilié con ellos, aunque no lo enlazasen con Veo negro tal como lo hicieron hace dos años en Alcalá.
